sábado, 13 de marzo de 2010

Una noche en Plaza de Armas

La Plaza de Armas seis años después

Una mirada nocturna

En lo que alguna vez fue la cuna de la pedofilia santiaguina, hoy es difícil hallar niños prostituyéndose, pero las turbiedades siguen y salen a la luz cuando cae el sol.


Por tan sólo mil quinientos pesos se puede descubrir un panorama grotesco en los alrededores de Plaza de Armas horas antes de anochecer. Eso cuesta una entrada al cine porno Nilo, donde gordos, flacos, altos, jóvenes, viejos y homosexuales llegan a disfrutar de las películas triple equis que allí se exhiben. Al comenzar la función se escuchan cierres de pantalones y mientras corre la cinta, en la sala emergen los primeros quejidos disimulados. La respiración de algunos se agita y otros simplemente fuman. Un tipo gordo sentado a mi lado, me toca la pierna y me mira con cara de deseo. “Qué te pasa huevón”, le pregunto. No dice nada y se cambia de asiento buscando otra presa. Por los pasillos dos adolescentes se pasean a la espera de que algún espectador los invite a sentarse a su lado.

Cuando el reloj marca las diez de la noche uno comienza a notar la otra cara de Plaza de Armas. Es la hora en que los travestis se pasean montados en sus grandes botas y diminutas faldas, la hora en que una pareja de peruanos aprovecha la oscuridad para besarse fogosamente. La hora en que los indigentes se acomodan en algún espacio para apaciguar el sueño mientras un curado, al borde de la inconciencia, duerme sobre una banca con los pantalones abajo, exhibiendo los pelos de su trasero.

En este lugar las prostitutas comparten espacio con los travestis. Una mujer de dientes chuecos, polera celeste, jeans y zapatillas blancas conversa por no más de tres minutos con un hombre calvo a un costado de la pileta. Al parecer acuerdan la tarifa por sus servicios. Caminan hasta un departamento ubicado en calle San Antonio 527. Cuarenta minutos después aparecerá el hombre a paso raudo por Paseo Ahumada, mirando su reloj y dejando salir una pequeña sonrisa. Durante ese transcurso una prostituta vieja esperará sin éxito encontrar algún cliente. Dos adolescentes, uno más afeminado que el otro, pasearán y conversarán por diez minutos con un tipo que les ofrecerá una cerveza. Beberán sin pudor, pero la conversación quedará en nada. El sujeto caminará hacia un costado, los jóvenes hacia otro distinto. A esta hora no se perciben niños prostituyéndose en la plaza.

La clave para pertenecer a esta zona y tratar de pasar desapercibo es fumar. Todos los hombres solitarios sentados en las bancas lo hacen. Me acerco a pedirle fuego a un tipo que viste de blanco y fuma sereno, pero sigiloso. Me presta su encendedor evitando mirarme y sin decir palabra alguna. Una extraña sensación me recorre el cuerpo. Al verlo, Spiniak viene a mi mente. Lo observo recorrer la plaza en busca de algo que no encuentra. Hay prostitutas y travestis, pero los ha evitado. Una rara corazonada me dice que algo esconde. Pronto irá a hablar con un tipo que se sienta en la parte superior de las bancas y se cambia de posición a cada instante. Parece un guardián de la plaza ubicado en puntos estratégicos.

Durante mis días en Plaza de Armas no me topé con niños que se prostituyeran, pero una noche ocurrió algo que me hizo pensar lo peor. Un auto blanco con vidrios polarizados se estacionó al costado de la Plaza. Cinco niños de unos ocho o nueve años descendieron de él en compañía de un tipo al que llamaban “tío”. Todos llevaban el mismo corte de pelo que tienen los niños que viven en hogares para menores. Ninguno vestía ropa de marca y el tipo les tomaba fotos. Pateaban el aire y en su mirada se les notaba que jugaban a ser niños. Una mirada fácil de penetrar, que reflejaba tristeza y pedía ayuda. Caminaron por la Plaza de Armas, luego por el Paseo Ahumada y en cuestión de minutos desaparecieron en un rumbo desconocido.